Cuando Howard Roark pasaba, la gente se volvía para mirarlo. Algunos se quedaban mirándolo con súbito resentimiento, aunque no habrían podido dar un motivo: era una especie de reacción instintiva que su presencia despertaba en la mayoría de las personas. Roark no veía a nadie. Para él las calles estaban desiertas. Habría podido caminar allí desnudo sin preocuparse

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