Algunos Poemas

Quintillas Fiesta De Toros En Madrid

Madrid, castillo famoso
que al rey moro alivia el miedo,
arde en fiestas en su coso,
por ser el natal dichoso
de Alimenón de Toledo.

Su bravo alcaide Aliatar,
de la hermosa Zaida amante,
las ordena celebrar,
por si la puede ablandar
el corazón de diamante.

Pasó, vencida a sus ruegos,
desde Aravaca a Madrid.
Hubo pandorgas y fuegos
con otros nocturnos juegos
que dispuso el adalid.

Y en adargas y colores,
en las cifras y libreas,
mostraron los amadores,
y en pendones y preseas,
la dicha de sus amores.

Vinieron las moras bellas
de toda la cercanía,
y de lejos muchas de ellas,
las más apuestas doncellas
que España entonces tenía.

Aja de Getafe vino
y Zahara la de Alcorcón,
en cuyo obsequio muy fino
corrió de un vuelo el camino
el moraicel de Alcabón.

Jarifa de Almonacid,
que de la Alcarria en que habita
llevó a asombrar a Madrid,
su amante Audalla, adalid
del castillo de Zorita.

De Adamuz y la famosa
Meco, llegaron allí
dos, cada cual más hermosa,
y Fátima, la preciosa
hija de Alí el Alcadí.

El ancho circo se llena
de multitud clamorosa
que atiende a ver en su arena
la sangrienta lid dudosa,
y todo en torno resuena.

La bella Zaida ocupó
sus dorados miradores
que el arte afiligranó,
y con espejos y flores
y damascos adornó.

Añafiles y atabales,
con militar armonía,
hicieron salva y señales
de mostrar su valentía
los moros más principales.

No en las vegas de Jarama
pacieron la verde grama
nunca animales tan fieros,
junto al puente que se llama,
por sus peces, de Viveros,

como los que el vulgo vio
ser lidiados aquel día,
y en la fiesta que gozó,
la popular alegría
muchas heridas costó.

Salió un toro del toril
y a Tarfe tiró por tierra,
y luego a Benalguacil,
después con Hamete cierra,
el temerón de Conil.

Traía un ancho listón
con uno y otro matiz
hecho un lazo por airón,
sobre la inhiesta cerviz
clavado con un arpón.

Todo galán pretendía
ofrecerle vencedor
a la dama que servía;
por eso perdió Almanzor
el potro que más quería.

El alcaide, muy zambrero,
de Guadalajara, huyó
mal herido al golpe fiero,
y desde un caballo overo
el moro de Horche cayó.

Todos miran a Aliatar,
que aunque tres toros ha muerto,
no se quiere aventurar,
porque en lance tan incierto
el caudillo no ha de entrar.

Mas viendo se culparía,
va a ponérsele delante;
la fiera le acometía,
y sin que el rejón la plante
le mató una yegua pía.

Otra monta acelerado;
le embiste el toro de un vuelo,
cogiéndole entablerado;
rodó el bonete encarnado
con las plumas por el suelo.

Dio vuelta hiriendo y matando
a los que a pie que encontrara,
el circo desocupando,
y emplazándose, se para,
con la vista amenazando.

Nadie se atreve a salir;
la plebe grita indignada;
las damas se quieren ir,
porque la fiesta empezada
no puede ya proseguir.

Ninguno al riesgo se entrega
y está en medio el toro fijo,
cuando un portero que llega
de la Puerta de la Vega
hincó la rodilla y dijo:

«Sobre un caballo alazano,
cubierto de galas y oro,
demanda licencia urbano
para alancear a un toro
un caballero cristiano».

Mucho le pesa a Aliatar;
pero Zaida dio respuesta
diciendo que puede entrar,
porque en tan solemne fiesta
nada se debe negar.

Suspenso el concurso entero
entre dudas se embaraza,
cuando en un potro ligero
vieron entrar por la plaza
un bizarro caballero.

Sonrosado, albo color,
belfo labio, juveniles
alientos, inquieto ardor,
en el florido verdor
de sus lozanos abriles.

Cuelga la rubia guedeja
por donde el almete sube,
cual mirarse tal vez deja
del sol la ardiente madeja
entre cenicienta nube.

Gorguera de anchos follajes,
de una cristiana primores,
por los visos y celajes
en el yelmo los plumajes,
vergel de diversas flores.

En la cuja gruesa lanza
con recamado pendón,
y una cifra a ver se alcanza
que es de desesperación,
o a lo sumo de venganza.

En el arzón de la silla
ancho escudo reverbera
con blasones de Castilla,
el mote dice a la orilla:
Nunca mi espada venciera.

Era el caballo galán,
el bruto más generoso,
de más gallardo ademán:
cabos negros, y brioso,
muy tostado, y alazán;

larga cola recogida
en las piernas descarnadas,
cabeza pequeña, erguida,
las narices dilatadas,
vista feroz y encendida.

Nunca en el ancho rodeo
que da Betis con tal fruto
pudo fingir el deseo
más bella estampa de bruto
ni más hermoso paseo.

Dio la vuelta al rededor;
los ojos que le veían
lleva prendados de amor.
«Alá te salve», decían,
«déte el Profeta favor».

Causaba lástima y grima
su tierna edad floreciente;
todos quieren que se exima
del riesgo, y él solamente
ni recela, ni se estima.

Las doncellas, al pasar,
hacen de ámbar y alcanfor
pebeteros exhalar,
vertiendo pomos de olor,
de jazmines y azahar.

Mas cuando en medio se para,
y de más cerca le mira
la cristiana esclava Aldara,
con su señora se encara
y así la dice, y suspira:

«Señora, sueños no son;
así los cielos, vencidos
de mi ruego y aflicción,
acerquen a mis oídos
las campanas de León,

»como ese doncel que ufano
tanto asombro viene a dar
a todo el pueblo africano,
es Rodrigo de Vivar,
el soberbio castellano».

Sin descubrirle quién es,
la Zaida desde una almena,
le habló una noche cortés,
por donde se abrió después
el cubo de la Almudena.

Y supo que, fugitivo
de la corte de Fernando,
el cristiano, apenas vivo,
está a Jimena adorando
y en su memoria cautivo.

Tal vez a Madrid se acerca
con frecuentes correrías
y todo en torno la cerca;
observa sus saetías
arroyadas, y ancha alberca.

Por eso le ha conocido,
que en medio de aclamaciones,
el caballo ha detenido
delante de sus balcones,
y la saluda rendido.

La mora se puso en pie
y sus doncellas detrás;
el alcaide que lo ve,
enfurecido además
muestra cuán celoso esté.

Suena un rumor placentero
entre el vulgo de Madrid:
«No habrá mejor caballero»,
dicen, «en el mundo entero»,
y algunos le llaman Cid.

Crece la algazara, y él
torciendo las riendas de oro,
marcha al combate crüel;
alza el galope, y al toro
busca en sonoro tropel.

El bruto se le ha encarado
desde que le vio llegar,
de tanta gala asombrado,
y al rededor le ha observado
sin moverse de un lugar.

Cual flecha se disparó
despedida de la cuerda,
de tal suerte le embistió;
detrás de la oreja izquierda
la aguda lanza le hirió.

Brama la fiera burlada;
segunda vez acomete,
de espuma y sudor bañada,.
y segunda vez la mete
sutil la punta acerada.

Pero ya Rodrigo espera
con heroico atrevimiento,
el pueblo mudo y atento;
se engalla el toro y altera,
y finge acometimiento.

La arena escarba ofendido,
sobre la espalda la arroja
con el hueso retorcido;
el suelo huele y le moja
en ardiente resoplido.

La cola inquieto menea,
la diestra oreja mosquea,
vase retirando atrás,
para que la fuerza sea
mayor, y el ímpetu más.

Él que en esta ocasión viera
de Zaida el rostro alterado,
claramente conociera
cuánto la cuesta cuidado
el que tanto riesgo espera.

Mas, ¡ay que le embiste horrendo
el animal espantoso!
Jamás peñasco tremendo
del Cáucaso cavernoso
se desgaja, estrago haciendo,

ni llama así fulminante
cruza en negra obscuridad
con relámpagos delante
al estrépito tronante
de sonora tempestad,

como el bruto se abalanza
en terrible ligereza;
mas rota con gran pujanza
la alta nuca, la fiereza
y el último aliento lanza.

La confusa vocería
que en tal instante se oyó
fue tanta que parecía
que honda mina reventó,
o el monte y valle se hundía.

A caballo como estaba,
Rodrigo el lazo alcanzó
con qué el toro se adornaba;
en su lanza le clavó
y a los balcones llegaba.

Y alzándose en los estribos,
le alarga a Zaida, diciendo:
«Sultana, aunque bien entiendo
ser favores excesivos,
mi corto don admitiendo,

si no os dignáredes ser
con él benigna, advertid
que a mí me basta saber
que no le debo ofrecer
a otra persona en Madrid».

Ella, el rostro placentero,
dijo, y turbada: «Señor,
yo le admito y le venero,
por conservar el favor
de tan gentil caballero».

Y besando el rico don,
para agradar al doncel,
le prende con afición
al lado del corazón,
por brinquiño y por joyel.

Pero Aliatar el caudillo
de envidia ardiendo se ve,
y trémulo y amarillo,
sobre un tremacén rosillo
lozaneándose fue.

Y en ronca voz, «Castellano»,
le dice, «con más decoros
suelo yo dar de mi mano
si no penachos de toros,
las cabezas del cristiano.

»Y si vinieras de guerra
cual vienes de fiesta y gala,
vieras que en toda la tierra,
al valor que dentro encierra
Madrid, ninguno se iguala».

«Así», dijo el de Vivar,
«respondo», y la lanza al ristre
pone y espera a Aliatar;
mas sin que nadie administre
orden, tocaron a armar.

Ya fiero bando con gritos
su muerte o prisión pedía,
cuando se oyó en los distritos
del monte de Leganitos
del Cid la trompetería.

Entre la Monclova y Soto
tercio escogido emboscó,
que viendo cómo tardó,
se acerca, oyó el alboroto,
y al muro se abalanzó.

Y si no vieran salir
por la puerta a su señor
y Zaida a le despedir,
iban la fuerza a embestir,
tal era ya su furor.

El alcaide, recelando
que en Madrid tenga partido,
se templó disimulando,
y por el parque florido
salió con él razonando.

Y es fama que a la bajada
juró por la cruz el Cid
de su vencedora espada,
de no quitar la celada
hasta que gane a Madrid.

Oda En Alabanza De Dalmiro Imitando El Estilo Sublime De Píndaro

Tres veces, oh Dalmiro,
La cítara lesbiana apliqué al pecho
Aliviando mi suspiro
Al ejercicio usado
Con peine ebúrneo y pulso a trizas hecho
En lauro coronado
Porque te aplauda cuando mi voz cante
Con cuerdas lloro el ébano sonante.
Y tres veces Timbreo
Áurea palabra destilo en mi oído
Cogida con deseo
Dulcísima y sonora
Cual su rayo en mar Índico ha cogido
Irisiada concha o nácar erithea
Que mansamente el flujo la menea

Con aura matutina
Y arrullo de los céfiros serenos
Y Febo la divina
Lira puso cantando
Y versos me inspiró de néctar llenos:
A cuyo acenia blando
Rompen el agua en escuchar conformes
Las sacras ninfas del nevado Tormes.

Teniendo cairelada
Con espadaña junco y verdes ovas
Frente de oro crinadas
Y el viejo dios del río
Dejando allá en sus húmedas alcobas
Dosel de plata frío,
Salió a escuchar la célica armonía
Y en la mano la barba entretenía.

Mil gotas destilando
Y no (merced a Apolo) te cantaba,
Ni marcial, como cuando
En la traciona orilla
Mueve el Bistonio Marte guerra brava
Blandiendo alta cuchilla
O la terrible lanza, con violento
Impulso y junta la lengueta y cuento.

Con hierro engastonado,
Y túnica vestida de diamante
Ancho escudo embrazado
De láminas de bronce,
Con sangre rociado de gigante
En las esferas once
Relinchan sus caballos y al estruendo
Del carro tronador, Ebro el horrendo

Curso pasó. de esta arte,
Con la fulmínea espada hiriendo el viento,
No aspiro yo a cantarte
Que el vuelo que levanta
El águila dircea al firmamento
Es corto a empresa tanta
Y a Palas y Minerva no es bastante
La cítara de Píndaro sonante.

Con nuevo y dulce empleo,
esparciendo de casia olor sagrado,
y cínamo panqueo,
mi siempre humilde Musa,
como alcarrena abeja al matizado
Romeral en confusa
Selva amena hizo moradas flores
Cantará los suavísimos amores.

Que Athenas te ofreciera
con lampo de belleza irresistible
Cual rayo de la esfera.
Dichosa tu hermosura,
No solo porque en ti miré asequible
Cuanto pudo natura,
Mas porque te ensalzó la voz discreta
Del divino y grandioso poeta.

Que el coro de Helícona
Del laurel y arrayán ciñe a su frente,
Y rosas la corona.
Muchos ha dulces días
Que este amor conocieron felizmente.
Présagas ansias mías
Que el pecho y corazón de quien tiernamente
Arde por dentro en resonante llama.

No oculta a fiel amigo,
A favor de la dulce poesía
Él es así testigo
De cuanto vibran rayo
Los soles que a la ninfa ilustran mía,
Cuanto clavel da mayo,
Y cuanto incendió al híado oriente
Los cerros de oro undoso de su frente.

Pero también él sabe
Como me dio palabras que ligeras
Volaron más que el ave
De Jove, por la altura
De la etérea mansión: o tú no quieras
Con tanta hermosura
Que en los melífluos versos de Dalmiro
Que el Indio desde el mar honde retiro

De la intacta señora
Atiende, con plumeros y aljabado,
Y el río que colora
Su arena, al son se para
Resuene tu desdén. ¡Ay que culpado
Será, y su saña rara!
Y cuanta diosa envía, dará más pía
tan celeste y angélica armonía.

Canción A Pedro Romero, Torero Insigne

Cítara áurea de Apolo, a quien los dioses
hicieron compañera
de los regios banquetes, y ¡oh sagrada
musa! que el bosque de Helicón venera,
no es tiempo que reposes;
alza el divino canto y la acordada
voz hasta el cielo osada,
con eco que supere resonante
al estruendo confuso y vocería,
popular alegría,
y aplauso cortesano triünfante,
que se escucha distante
en el sangriento coso matritense,
en cuya arena intrépido se planta
el vencedor circense,
lleno de glorias que la fama canta.

Otras quiere adquirir, y así de espanto
y de placer se llena
la Villa que domina entrambos mundos.
Corre el vulgo anhelante, rumor suena,
y se corona en tanto
de bizarros galanes sin segundos
y atletas furibundos
el ancho anfiteatro. Allí se asoma
todo el reino de Amor, y la hermosura
que a Venus desfigura,
y no hay humano pecho que no doma
(baldón de Grecia y Roma),
y en opulencia y aparato hesperio
muestra Madrid cuanto tesoro encierra
corte de tanto imperio,
del mayor soberano de la tierra.

Pasea la gran plaza el animoso
mancebo, que la vista
lleva de todos, su altivez mostrando,
ni hay corazón que esquivo le resista.
Sereno el rostro hermoso,
desprecia el riesgo que le está esperando;
le va apenas ornando
el bozo el labio superior, y el brío
muestra y valor en años juveniles
del iracundo Aquiles.
Va ufano al espantoso desafío,
¡con cuánto señorío!
¡qué ademán varonil! ¡qué gentileza!
Pides la venia, hispano atleta, y sales
en medio con braveza,
que llaman ya las trompas y timbales.

No se miró Jasón tan fieramente
en Colcos embestido
por los toros de Marte, ardiendo en llama,
como precipitado y encendido
sale el bruto valiente
que en las márgenes corvas de Jarama
rumió la seca grama.
Tú le esperas, a un numen semejante,
sólo con débil, aparente escudo,
que dar más temor pudo;
el pie siniestro y mano está delante;
ofrécesle arrogante
tu corazón que hiera, el diestro brazo
tirado atrás con alta gallardía;
deslumbra hasta el recazo
la espada, que Mavorte envidiaría.

Horror pálido cubre los semblantes,
en trasudor bañados,
del atónito vulgo silencioso;
das a las tiernas damas mil cuidados
y envidia a sus amantes;
todo el concurso atiende pavoroso
el fin de este dudoso
trance. La fiera que llamó el silbido
a ti corre veloz, ardiendo en ira,
y amenazando mira
el rojo velo al viento suspendido.
Da tremendo bramido,
como el toro de Fálaris ardiente,
hácese atrás, resopla, cabecea,
eriza la ancha frente,
la tierra escarba y larga cola ondea.

Tu anciano padre, el gladiator ibero
que a Grecia España opone,
con el silvestre olivo coronado,
por quien la áspera Ronda ya se pone
sobre Elis, y el ligero
Asopo el raudo curso ha refrenado,
cediendo al despeñado
Guadalevín; tu padre, que el famoso
nombre y valor en ti ve renovarse,
no puede serenarse,
hasta que mira al golpe poderoso
el bruto impetüoso
muerto a tus pies, sin movimiento y frío,
con temeraria y asombrosa hazaña,
que por nativo brío
solamente no es bárbara en España.

¿Quién dirá el grito y el aplauso inmenso
que tu acción vocifera,
si el precio de tus méritos pregona
la envidia, con adorno a la extranjera,
que dice: «En el extenso
mundo, ¿cuál rey que ciña la corona
entre hijos de Belona
podrá mandar a sus vasallos fieros
(como el dueño feliz de las Españas)
hacer tales hazañas?
¿Cuál vencerán a indómitos guerreros
en lances verdaderos,
si éstos sus juegos son y su alegría?»
¡Oh, no conozca España qué varones
tan invencibles cría!
¡Rogádselo a los cielos, oh naciones!

Y tú, por quien Vandalia nombre toma
cual la aquiva Corinto
(ni tal vio el circo máximo de Roma),
si algo ofrece a mi verso el dios de Cinto,
tu gloria llevaré del occidente
a la aurora, pulsando el plectro de oro;
la patria eternamente
te dará aplauso, y de Aganipe el coro.
Escritor español que defendió los ideales neoclásicos del teatro como escuela de costumbres. Nació en Madrid en 1737. Estudió en el colegio de los jesuitas en Calatayud y en la Universidad de Valladolid. Fue catedrático de Estética y Literatura en el colegio Imperial de Madrid. Defensor hasta la militancia de las ideas de la Ilustración, fundó la tertulia literaria de la fonda de San Sebastián, a la que acudían, entre otros, su amigos José Cadalso y Tomás de Iriarte; además se esforzó en introducir en España las formas del texto neoclásico francés, que no tuvieron aceptación popular. Es autor de los poemas didácticos La Diana o el arte de la caza, Las naves de Cortés destruidas (1765), de la obra de literatura erótica Arte de las putas (que se difundió en manuscrito hasta su edición póstuma en 1898) y de la obra brillante y costumbrista Carta histórica sobre el origen y progresos de las fiestas de toros en España (1777). Su interés teatral se refleja en los tres Desengaños al teatro español (1762-1763), el prólogo a su comedia La petimetra (1762), y las tragedias Lucrecia (1763), Hermesinda (1770) y Guzmán el Bueno (1777). Su hijo Leandro hizo publicar sus Obras póstumas (Madrid, 1821). Murió en 1780 en Madrid.  
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