Manuel Acuña

Manuel Acuña

1849-08-27 Saltillo, Coahuila
1873-12-06
24457
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2


Algunos Poemas

Ya Sé Por Qué Es

Era muy niña María,

todavía,

cuando me dijo una vez:

—Oye, ¿por qué se sonríen

las flores tan dulcemente,

cuando las besa el ambiente

sobre su aromada tez?

—Ya lo sabrás más delante

niña amante,

le contesté yo, y una mañana,

la niña pura y hermosa,

al entreabrir una rosa

me dijo: —¡Ya sé por qué es!

Y la graciosa criatura

blanca y pura

se ruborizó y después,

ligera como las aves

que cruzan por la campiña,

corrió hacia el bosque la niña

diciendo: —¡Ya sé por qué es!—

y yo la seguí jadeante,

palpitante

de ternura y de interés,

y... Oí un beso ducle y blando,

que fue a perderse en lo espeso,

diciendo: —¡Ya sé por qué es!

Era muy joven María,

todavía

cuando me dijo una vez;

—Oye, ¿por qué la azucena

se abate y llora marchita

cuando el aura no la agita

ni besa su blanca tez?

—Ya lo sabrás mas delante,

niña amante—,

le contesté yo... ¡después!

Y más tarde ¡ay! Una noche,

la joven de angustia llena,

al ver triste a una azucena,

me dijo: —¡Ya sé por qué es!

Y ahogando un suspiro ardiente,

la inocente

me vio llorando... Y después,

corrió al bosque, y en el bosque

esperó mucho la bella,

y al fin... Se oyó una querella

diciendo: —¡Ya sé por qué es!—.

Era muy linda María,

todavía,

cuando me dijo una vez:

—Oye, ¿Por qué se sonríe

el niño en la sepultura,

con una risa tan pura,

con tan dulce sencillez?

—Ya lo sabrás más delante

niña amante,—

le contesté yo... ¡después!

Y... Murió la pobre niña,

y en vez de llorar, sonriendo,

voló hacia el azul diciendo,

—¡Ya sé por qué es!

Ya lo ves mi hermosa Elmira,

quien delira

sufre mucho, ¡ya lo ves!

Y así, ilusiones y encanto,

ni acaricies ni mantengas,

para que, al llorar, no tengas

que decir:

—¡Ya sé por qué es!

Adiós

ADIÓS

A...


Después de que el destino

me ha hundido en las congojas

del árbol que se muere

crujiendo de dolor,

truncando una por una

las flores y las hojas

que al beso de los cielos

brotaron de mi amor.

Después de que mis ramas

se han roto bajo el peso

de tanta y tanta nieve

cayendo sin cesar,

y que mi ardiente savia

se ha helado con el beso

que el ángel del invierno

me dio al atravesar.

Después... es necesario

que tú tambien te alejes

en pos de otras florestas

y de otro cielo en pos;

que te alces de tu nido,

que te alces y me dejes

sin escuchar mis ruegos

y sin decirme adiós.

Yo estaba solo y triste

cuando la noche te hizo

plegar las blancas alas

para acogerte a mí,

entonces mi ramaje

doliente y enfermizo

brotó sus flores todas

tan solo para ti.

En ellas te hice el nido

risueño en que dormías

de amor y de ventura

temblando en su vaivén,

y en él te hallaban siempre

las noches y los días

feliz con mi cariño

y amándote también...

¡Ah! nunca en mis delirios

creí que fuera eterno

el sol de aquellas horas

de encanto y frenesí;

pero jamás tampoco

que el soplo del invierno

llegara entre tus cantos,

y hallándote tú aquí...

Es fuerza que te alejes...

rompiéndome en astillas;

ya siento entre mis ramas

crujir el huracán,

y heladas y temblando

mis hojas amarillas

se arrancan y vacilan

y vuelan y se van...

Adiós, paloma blanca

que huyendo de la nieve

te vas a otras regiones

y dejas tu árbol fiel;

mañana que termine

mi vida oscura y breve

ya solo tus recuerdos

palpitarán sobre él.

Es fuerza que te alejes

del cántico y del nido

tu sabes bien la historia

paloma que te vas...

El nido es el recuerdo

y el cántico el olvido,

el árbol es el siempre

y el ave es el jamás.

Adiós mientras que puedes

oír bajo este cielo

el último ¡ay! del himno

cantado por los dos...

Te vas y ya levantas

el ímpetu y el vuelo,

te vas y ya me dejas,

¡paloma, adiós, adiós!

Oda

Leída en la sesión que el Liceo Hidalgo celebró en
honor de Doña Gertrudis Gómez de Avellaneda.


De los tres cielos que recorre el hombre

de la existencia en la medida impía,

cuando la gloria me enseñó tu nombre

yo estaba en el primero todavía.

La pena que del pecho

hasta el abismo lóbrego desciende,

y del cadáver de un amor deshecho

finge flotando en derredor del lecho

la aparición bellísima de un duende;

la sombra a cuyo peso aborrecido

muere el placer y el alma se acobarda,

tratando de evocar en el olvido

el recuerdo dulcísimo y querido

de los besos del ángel de la guarda;

todo eso que en la frente

deja un sello de luto y desconsuelo,

cuando en el alma pálida y doliente

no queda ni la fe. que es del creyente

la última golondrina que alza el vuelo,

todo eso que de noche

baja hasta el corazón como una sombra,

y que terrible y sin piedad ninguna,

sus ilusiones todas despedaza,

aún no era sobre el cielo de mi cuna,

ni la pálida nube que importuna

se levanta enseñando la amenaza.

Dichoso con la dulce indiferencia

del que al amor de su callado asilo

ha vivido a la luz de la inocencia,

acostumbrado a ver en la existencia

la imagen de un azul siempre tranquilo,

yo entonces ignoraba

que, más allá de aquel humilde techo

que sus caricias y su amor me daba,

clamando al cielo y suspirando en vano

desde el rincón sin luz de la vigilia,

hubiera en otro hogar una familia

de la que yo también era un hermano...

Mi amor no sospechaba que existiera

más ilusión, ni cariñoso exceso,

que la mirada dulce y hechicera

de la santa mujer que la primera

nos anuncia a la vida con un beso...

Y hasta que al ducle y mágico sonido

del arpa que temblaba entre tus manos,

dejé mi rama, abandoné mi nido

y te segué hasta ese árbol bendecido,

donde todos los nidos son hermanos,

fue cuando despertando de la calma

en que flotaba la existencia mía,

sentí asomar en lo íntimo de mi alma

algo como la luz de un nuevo día.

Tu voz fue la primera

que me habló en la dulzura de ese idioma

que canta como canta la paloma

y gime como gime la palmera...

las cuerdas de tu lira,

como la voz de la primera alondra

que llama a las demás y las despierta,

fueron las que al arrullo de tu acento

sonaron sobre mi alma estremecida,

como si siendo un pájaro la vida

quisieran despertarlo al sentimiento...

Tu nombre va ligado en mi cariño

con los recuerdos santos y amorosos

de mis tiempos de niño,

con los placeres dulces y sabrosos

de esa época sonriente,

en la que es cada instante una promesa

y en la que el ángel de la fe aún no besa

las primeras arrugas de la frente;

tu nombre es la memoria

del pueblo y del hogar adonde un día

fue a estremecerse el eco de tu gloria

y el trino arrullador de tu poesía;

la evocación de todo lo más santo

en medio de mis noches desmayadas,

que aún tiemblan a las dulces campanadas,

de aquellas horas en que amaba tanto...

Y así, cuando yo supe

que abandonada a tu dolor morías,

y que en tu muda y lánguida tristeza

renunciabas a ver junto a tu lecho,

quien, al rodar sin vida tu cabeza,

recogiera el laurel de tu grandeza

y el último sollozo de tu pecho;

cuando yo supe que en la huesa insana

te inclinabas por fin pálida y sola,

sin que el adiós de tu alma soberana

se enlutara la cítara cubana,

ni gimiera la cítara española;

al darte mis adioses, los adioses

de la eterna y postrera despedida,

sentí que algo de triste sollozaba

de mi dolor en el oscuro abismo,

y que tu sombra que flotaba arriba,

al extinguirse y al borrarse se iba

llevándose un pedazo de sí mismo,

y entonces al poder de los recuerdos,

borrando la distancia,

tendí mis alas hacia el nido blando

de los primeros sueños de la infancia;

llegué al rincón modesto

donde tus dulces páginas leía,

a la fe y al amor siempre dispuesto,

y allí de pie frente a la blanca cuna

donde en sus flores me envolvió el destino,

busqué en su fondo alguna

que aún no cerrara su oloroso broche,

y en él hallé dormida,

esta con la que el alma agradecida

viene a aromar las sombras de la noche.

Deuda en mi cariño

contraje desde niño con tu nombre,

esa flor es el cántico del niño

mezclada con las lágrimas del hombre;

esta flor es el fruto de aquel germen

que derramaste en mi niñez dichosa,

y que al rodar sobre la humilde fosa

donde tus restos duermen,

entre sus piedras ásperas se arraiga

recogiendo su jugo en tus cenizas,

y esperando en su cáliz a que caiga

la gota de los cielos que le traiga

la esencia y el amor de tus sonrisas.

Poeta mexicano, el más representativo del romanticismo de su país. Nacido en Saltillo (Coahuila), formó parte del Liceo Hidalgo y colaboró en diversos periódicos liberales de la época. El romanticismo de Acuña, como el de la mayoría de sus contemporáneos, incluía la acción política y el periodismo, y bajo la influencia de Ignacio Manuel Altamirano, mentor y aglutinador de esa generación, amalgamaba también el liberalismo y el positivismo. Su poema más reconocido, Ante un cadáver, logra articular estos elementos. Acuña se suicidó en la ciudad de México, dejando una carta para su amigo, el poeta Juan de Dios Peza, y un poema a su musa, Nocturno a Rosario, que se volvió uno de los emblemas literarios del amor trágico. Escribió también poemas satíricos y amorosos, y dos obras de teatro: El pasado, ensayo en forma de drama, y Donde las dan las toman, que se perdió después de su muerte. Su obra se recogió póstumamente.  
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