Algunos Poemas

El Amor Se Ha Desprendido

El amor se ha desprendido
De los brazos de su madre,
Y alegrando el universo
Se está suspenso en el aire.

Él os contempla, zagalas,
Y mirándoos se complace
Al ver las gracias que os dieron
Las estrellas liberales.

Él al placer os convida,
Al regocijo y al baile:
¿Y seréis sordas vosotras
A sus influjos suaves?

Mirad, cuál todo se anima!
De flor se visten los valles,
De yerba se cubre el campo
Y el viento pueblan las aves.

Animaos también vosotras:
Gozad la estación amable,
Que sobrada vida os queda
Para devorar pesares.

Más rápido que una flecha
Que vuela hendiendo los aires,
El tiempo vuela y se muere,
Muere el tiempo y no renace.

Tiempo vendrá en que os aflijan
Las memorias lamentables
De placeres que perdisteis,
De horas que desperdiciasteis.

Ea pues: que nadase pierda,
Salid alegres al baile,
Los instrumentos resuenen
Y la risa os acompañe.

Ven tú, la alegre zagala,
Atención de mil amantes,
Y cuyos ojos, si miran,
No hay corazón que no abrasen:

Plácidamente severa,
Severamente agradable
Te acompañará tu hermana
Y alentaréis todo el valle;

Mientras que a encantarnos venga,
Mientras que enlazada sale
Con la gallarda Belisa
La linda y modesta Dafne.

Ven tú, en fin, ninfa divina,
Ven en fin y no te tardes,
Tú en cuya tez los claveles
Con la azucena combaten:

Tú en cuyos labios de rosa
Fabrica amor sus panales,
Y en cuyo soberbio seno
El placer viene a posarse.

¡Dichoso aquel que tu beldad admira,
Que tus gracias contempla atentamente,
Que el blando influjo de tu genio siente,
Que de amor puede hablarte, y que suspira!

Para El Álbum De La Señora Marquesa Viuda De Cerralbo

Ardua es la prueba, generosa amiga:
¡Versos yo en este libro, y los primeros!
Dormida estaba tu razón sin duda
Cuando diste cabida a tal deseo.

Bien quisiera tener para agradarte
Aquel vigor antiguo y aquel fuego
Que animaban mi pluma en otros días
Y algunos lauros a mi frente dieron:

Cuando del mar en la tendida playa
Canté la gloria y el poder inmenso,
Alternando los sones de mi lira
Con el son de las ondas y los vientos,

O cuando rayos sin cesar lanzaba
Contra el poder del Déspota europeo,
Dando en defensa de la patria mía
Ecos de libertad, entonces nuevos.

Aquel tiempo pasó; pedir ahora
La misma fuerza A mi cansado aliento,
Es en jardín talado pedir flores,
O la pompa del mundo en un desierto.

Y aun si en este lugar me permitieses
Escribir todo el bien que de ti pienso,
Más fácil y agradable la tarea,
Más aplaudido fuera el desempeño.

Tú, empero, expresamente lo prohíbes,
Acaso imaginando que el incienso
Rendido en tales libros a las damas
Tiene más de obligado que de ingenuo.

Cúmplase, pues, tu voluntad suprema
Y exentos de lisonja, yo te ofrezco
Versos que en nada tu modestia ofenden,
Si es que son dignos de llamarse versos.

Y si alguno después cuando los lea
Quiere ceñudo comparar con ellos
Las galas que en las páginas siguientes
Prodigarán el arte y el ingenio,

Dí que el yerro fue tuyo, y que escuchando
Sólo de tu amistad el noble afecto,
Diste un prólogo insulso a un bello libro,
Diste un pórtico pobre a un rico templo.

A Don Nicasio Cienfuegos, Convidándole A Gozar Del Campo

Tú, a quien el cielo con benignos ojos
miró desde el nacer; tú, en cuyo pecho
imprimió la virtud, y en larga mano
el don divino de pintarla diera,
Nicasio respetable, ¿por qué tardas,
y a la amistad que ansiosa te desea
no te abandonas? De enlazados ramos
espacioso dosel ora me ampara
del crudo ardor del polvoroso estío,
y los inquietos céfiros, vagando
en dulce fresco, en movimiento y vida,
los senos bañan del jardín. Mi mente
desalada entretanto hacia ti vuela;
vuela hacia ti, que a tu pesar sumido
en ese abismo pestilente y ciego,
los campos y las selvas solitarias
buscas, y aún dudas, y a gozar te niegas
placer tan puro y celestial conmigo.

¡Oh! No tardes, no tardes: bien tus pasos
lleves al bosque oculto, bien la vista
tiendas alegre en la abundosa vega,
o la dulce corriente te embelese
del río encantador; todo te llama
con delicioso afán, todo convida
tu enérgico pincel. No aquí ambiciosa
Natura ansiara desplegar su inmenso
poder, y ornada en majestad sublime,
nuestra vista asombrar: guardó el espanto,
guardó el terrible horror allá do esconde
su frente el Apenino entre las nubes.
Cúbrenle en torno las eternas nieves
que en vano bate el sol: si el viento suena
es proceloso el austro, en cuyas alas
retumba el trueno; entonces los torrentes
bajan furiosos a asolar los valles.
¿Qué es allí el hombre? Estremecido y solo,
atónito se para, y no cabiendo
impresión tan soberbia en sus sentidos,
al mudo pasmo y confusión se entrega.

Graciosa, empero, aquí, dulce, apacible,
sus dones todos liberal reparte
Naturaleza, y con placer se ríe.
Tal la beldad en su primer oriente,
de gracias sólo y suavidad bañada,
suele más tierna embelesar los ojos
y el corazón herir. Nicasio, el mío
más amó siempre que admiró. Doquiera
ternura aquí y amor. ¡Oh cuántas veces,
cuántas, mirando las sociales vides
enlazarse a los olmos, y lozanas
entre los ramos de su verde apoyo
sus hojas ostentar y alegre fruto,
en dulce llanto se bañó mi pecho!
¡Cuántas pavesas del incendio antiguo
plácidas se avivaron! Los suspiros,
las ansias tiernas, la inquietud dichosa,
las delicias inmensas que algún día
me inundaron, ¡ay, Dios!, y acaso huyeron
para nunca volver, todas volaron,
todas a un tiempo con igual ternura
me asaltaron allí: si desparece
y huye el amor, a la memoria acuden
padre, hermanos y amigos, y en un punto
afectos mil que a penetrar mi seno
aquel boscaje solitario inspira,
y absorto y melancólico me llevan.

Lejos allá su placentero ruido
la brillante cascada precipita
por el senoso peñascal, adonde
su curso rompe murmurando el río.
Corro y le miro, ¡oh, qué placer!, furioso
del dique opuesto a su violencia en vano
clamoroso agitarse, alzar la espalda,
luchar, vencer, hervir, y en alba espuma
deshecho y raudo arrebatarse al llano.
Vaga la vista entre los dulces juegos
que mil y mil con variedad graciosa
mágica el agua a su mirar presenta.
Bañan en ella sus sedientas alas
los apacibles céfiros, y llenos
de su grato frescor, ea vuelo alegre
van a esparcirla a la tendida vega;
mientras en dulce gratitud riendo,
la dócil caña, el intratable espino
y el álamo gentil, en la ribera
sus ramos tienden a besar las ondas.

Ondas preciosas que el colono activo
supo en raudales dividir, y en ellos
llevar la vida y la abundancia al campo.
Siquiera el cielo en su rigor se obstine
en negar el vivífico rocío,
don de las nubes, los endebles diques
rompe seguro el rústico, y al punto
vieras la tierra que inundada embebe
el cristalino humor; y fuerzas nuevas
con él cobrando, engalanar su frente
un fruto y otro fruto, y cien tras ellos.

Así la vista por do quier se baña
en verdura eternal; así Pomona
tiende su manto, y pródiga derrama
del almo cuerno el celestial tesoro.
¿Qué mucho si su templo delicioso
le plugo aquí sentar, y aquí adorada
del hombre ser? Todo la acata. El río,
en dos partido, con ardor la ciñe,
y ella en sus brazos y en su amor se goza.
Yo allí, mientras los árboles se mecen
al son del viento, en tanto que a sus hombros
sube contento las opimas cargas
el hortelano, y las zagalas ríen
en trises alegre y bullicioso juego,
llego al altar de la deidad que en medio
reina ostentando su silvestre pompa,
y a reverencia y religión me inclina.
¡Árboles prodigiosos! ¡Cuál la mente
que así os quiso agrupar? ¿Cuál fue la mano
que así os plantó? De majestad vestido
el añoso nogal, su cima alzando,
hasta la cumbre del Olimpo alcanza;
sube, y en su ambición tiende los brazos
lejos de sí, cual si ocupar con ellos
de la esfera los ámbitos quisiera;
y eternos a par de él, y a par sublimes,
seis lúgubres cipreses los lujosos
ramos le cercan, y en su faz sombría
la luz quebrantan del ardor febeo.

¡Oh, delicias! ¡Oh, magia! ¡Oh, cómo hundida
bajo esta hermosa bóveda se lleva
la mente a meditar! ¡Cuál se engrandecen
sus pensamientos! Y a la par mirados,
¡cuán breve el hombre, y su poder, su gloria,
toda su pompa! ¡Oh, qué de veces vieron
de su opulento dueño aquestos troncos
la afanosa inquietud! ¡Cuántas en vano
con su grato silencio le brindaban
al reposo, a la paz; y él orgulloso
en pos del mando y la ambición corría!
¡Qué de delitos no abortó el insano
para saciar su ardor! Bañose en sangre,
domó la tierra, y ¿qué logró? Estas plantas
le vieron perecer, y ellas quedaron:
quedaron a esparcir sus ramos bellos
sobre mí, que inclinado y reverente
canto su gloria, y vivirán: testigos
serán, ¡ay!, de mi fin cuando a su ocaso
llegue el aliento de mi endeble vida.
Todo al tiempo sucumbe: ellas un día,
ellas también... ¡Ah, bárbaro! Repara
la inclemente segur; muévante al menos
su sacro horror, su venerable sombra,
su augusta ancianidad. Pudo hasta entonces
respetarlas el tiempo, ¿y tú atrevido
su hojosa copa abatirás? Detente,
detente, y no en un punto así destruyas
la gloria del verjel. Nogal frondoso,
altos y melancólicos cipreses,
para siempre vivid, y que el ingrato
cuya mano sacrílega se atreva
vuestros troncos a herir, jamás encuentre
sombra refrigerante en el estío
cuando le hostigue el sol; nunca reposo,
nunca halle paz, y de su injusto pecho
huya por siempre la inocencia amable
que en el campo y los árboles se abriga.

Lejos, empero, de la frente mía
tan lúgubre pensar. Adiós, cipreses,
Pomona, adiós: los álamos del bosque
ya con su dulce amenidad me llaman.
Salve, repuesto valle; el sol ardiente
me hirió al venir, y fatigado el pecho
late anhelante, y con dolor respira.
Acógeme en tu seno; que tu yerba
verde, abundosa, a mis cansados miembros
sirva de alfombra; que el murmullo blando
del grato arroyo en agradable sueño
me envuelva y me regale, y que sacuda
Favonio en tanto el delicioso néctar
de su frescura, y mi sudor enjugue.
¡Ah! Que ni aquí del velador cuidado
el tósigo alcanzó, ni las espinas
del miedo agitador su punta emplean.
Todo es sosiego: al despertar, las aves
con su armónico acento en mis oídos
los ecos llevan del placer; las auras,
árboles, cielo y arroyuelo y prado,
todo me halaga y a mi vista ríe,
mientras la fuente retirada y pura
me ofrece el cáliz de sus ondas frías
a mitigar mi sed; y yo, embebido
con himnos mil, en mi delirio ciego
a sus graciosas Náyades imploro.

¡Oh Gesner! ¿dónde estás? Tú, a quien
desnuda,
llena de gracia y de inmortal belleza
Natura se mostró; tú, que inspirado
fuiste de la virtud; tú, que en las selvas
la paz y la inocencia y los amores
tan dulcemente resonar hacías.
¡Divino Gesner!, ven; lleva mis pasos
y enséñame a gozar. Contempla el suelo
cuál nuestra planta engaña, y cuán hermoso
se hunde aquí, se alza allá, forma ora un llano,
después un seno; a la alameda vuelve
la vista embelesada, y mira en ella
las gracias revolar; ve la ternura
con que al abrigo del robusto padre,
del recio invierno y rigoroso estío
los pequeñuelos árboles se amparan.
Pregunta al blando céfiro, que vuela
en sus copas dulcísimas moviendo
los sones del amor, cuántas zagalas
asaltó aquí festivo, y cuántas veces,
de su recato virginal burlando,
besó su frente y se empapó en su seno.
Pídele los tiernísimos suspiros
que llevados en él, por esta selva
andan vagando, y las querellas tristes
que el eco sordamente repetía.

Dímelo, ¡oh dulce fuente! Así tu curso
siempre abundante y puro, coronado
eternamente de verdor se vea;
las veces di que el amador inquieto
sus ansias vino a consultar contigo.
Aquí, en tus verdes márgenes sentado,
tal vez se vio de la beldad que ansiaba
gratamente acogido, y tal vez ella,
tímida, tierna, de rubor teñida,
le declaró su amor, y de sus ojos
se escapó alguna lágrima que en vano
luchó por contener; allá más lejos,
dentro de aquella gruta solitaria
que guarda el olmo en cavidad sombría,
¡quién sabe si el placer!... ¡Oh, ameno valle!
No tenías, no, que a revelar se atreva
mi lengua tus misterios silenciosos;
basta la envidia en que encender me siento,
basta el encanto en que tu amor me inunda.

¿Y tú tardas, Nicasio? ¿Y con tan puros,
tan mágicos placeres te convida
el campo, y tú le esquivas? Corre, vuela,
antes que el año en su incansable curso
lleve al verano y al verdor consigo.
Cuidadoso el jardín te guarda flores;
ven a gozarlas: si se agosta alguna,
yo con los ojos del dolor la sigo,
y pienso en ti, que su esperanza engañas.
Huye con pie veloz esos lugares,
digna morada de los tigres fieros
que los habitan, do respiran sólo
el negro horror que en sus entrañas ceban;
de donde huyó el sosiego, huyó por siempre
la dulce confianza; el pensamiento,
de la opresión sacrílega amagado,
no se atreve a romper el claustro oscuro
en que le hundió el temor; y las palabras,
cuando son de virtud, sordas, temblando,
doquier hallar con la maldad recelan.

¡Oh, pechos sin virtud! Jamás preciaron
los campos y las selvas que enmudecen
cuando sus plantas con desdén las huellan.
Sí, que el sublime y celestial lenguaje
de Natura entender sólo fue dado
a la inocente sencillez, y en ellos
los vicios viles y execrables moran
de esclavos a tiranos. Dulce amigo,
húyelos, y rendido a mis plegarias
ven a acogerte a mi apacible asilo.
Los árboles no venden, los arroyos
no aprenden a mentir; sereno el aire,
sereno el cielo, a respirar te brindan
en grata libertad; aquí segura
podrá tu mente en sus grandiosas alas
el vuelo descoger, ora en los valles
perderaste embebido, ora sonando
tu lira de oro, invocarás las Musas,
y las Musas vendrán; ellas amigas
del campo siempre y soledad han sido.
Y en tanto que suspensa, embelesada,
la esfera atienda a tu sublime canto,
yo, templando la cítara a tu ejemplo,
mi humilde acento ensayaré contigo.

A Don Gaspar De Jovellanos, Cuando Se Le Encargó El Ministerio De Gracia Y Justicia

¿Pudo lucir el suspirado día
Que con sus votos la virtud llamaba,
Y la esperanza florecer que apenas
El sueño en sus halagos le pintaba?
Pudo: a este tiempo en repetido aplauso
Miro el viento batir, en dulces himnos
Los ecos resonar, y por do quiera,
De labio en labio sin cesar llevado,
El nombre de Jovino henchir la esfera.

¡Bien haya veces mil aquel momento
En que a las manos del saber se entregan
Las riendas del poder! En él cifrada
Su ventura ve el orbe; en ti, Jovino,
La suya ve tu patria. Ella anhelante,
Ya en el horror del precipicio puesta,
Auxilio implora y tu robusta mano
Que sólo tú de sus profundos males
El abismo sondar, dar a sus llagas
El poderoso bálsamo, y en rayos
De luz clara y vivífica pudieras
Inundarla por fin. ¡Oh! Presto sea,
Presto se cumpla la esperanza mía;
La nube ahuyenta del error, con ella
Huirán al punto las funestas plagas
Que nuestra dicha en su insolencia ahogaron.
Y a ti sólo debida esta victoria,
Mi vista, ansiosa de tu honor, te vea
Brillar al fin con tan inmensa gloria.

Victoria más espléndida y más pura
Que las que en campos de pavor cubiertos
Consagra a Marte la fiereza humana;
No, empero, menos ardua revestida
De mil formas y mil tiende su vuelo
Rastren la ignorancia, y con sus alas
Cuanto toca consume; así en los campos
Que baña con sus ondas Guadiana
Crece el insecto volador, y muerta
Lamenta Ceres su verdura ufana.
Ora insulta y desprecia: en su habla loca
Es ocioso el saber, frívolos sueños
Las obras del ingenio, al polvo iguales
Los altos pechos que Minerva inspira.
¡Bárbara presunción! Allá en el Nilo
Suele el tostado habitador dar voces,
Y al astro hermoso en que se inflama el día
Frenético insultar: la injuria vana
Huye a perderse en la anchurosa esfera.
Y Febo en tanto derramando lumbre
Sigue en silencio su inmortal carrera.
Ora feroz a la indolencia usada
Se niega, y de murallas espantosas
Cerca y ataja los senderos todos
Por do a la humana perfección se arriba.

De allí, alzando el cuchillo, armada en muerto,
Cuantos su imperio detestable esquivan,
Tantos amaga. ¡Ay del cuitado que osa.
De generoso ardor el pecho henchido,
Sus nieblas disipar, buscar la lumbre,
Y a la cumbre trepar Víctima entonces
De su ciego furor... Pero primero
Del cielo y de la tierra se vería
Suspenso el curso, y de las cosas todas
El lazo universal roto y deshecho,
Que la insolente estupidez su triunfo
Logre completo, y que sus impías manos
La sacra antorcha a la razón extingan.
¿Quién dio a la tempestad el loco orgullo
De sobrar a la luz? Tú, gran Jovino,
Insta, combate, vence. El monstruo horrible
Bramando espire; que reinar se vena
Benéficas las letras; que amparadas
De su inviolable independencia sean.

Ellas fueron tu amor, ellas tu encanto
Siempre serán ¡O bienhadado y digno
De envidia el que en su albergue solitario
Las fuentes del saber tranquilo apura!
Felices en su afán vuelan las horas
Ya la lectura le embelesa, y lleno
De admiración, los altos monumentos
De la estudiosa antigüedad medita,
Y a sus genios se hermana, ecos grandiosos
Por do la serie de la ciencia humana
Se dilata a los siglos. Ya llevando
Al hermoso espectáculo que ostenta
Natura, su atención, busca sus leyes,
Sus misterios indaga, en su belleza
Atónito se arroba, y desde un punto
Se hace inmenso como ella. Ora a los hombres
La vista paternal vuelve, y llorando,
Exento del error, ve sus errores,
Y los señala y los combate, y libre
Muestra la senda en que a placer se lleven
De la mundana actividad las ruedas:
Tal vez sueña, y soñando en su delirio,
Nuevos mundos se finge, y de virtudes
Y de ventura celestial los llena.
¿Quién no envidia su error? Llora y suspira
En la dulce ilusión que le enajena,
Y del orbe en el bien el suyo mira.

Siquiera allí de la servil codicia,
de la ambición frenética no tiembla
La eterna agitación: a fuer de vientos
Que en partes mil el horizonte rompen,
Y furiosos batiéndose, a su impulso
La fiel serenidad huye turbada;
Tal en el centro del poder se acosan
La doblez, la maldad, los vicios viles,
Que en mentido disfraz vagan tras ellas,
Y en su mísero vértigo sepultan
De la virtud las esperanzas bellas.
¡Ay! Que tal vez al formidable peso
Rebelde el hombro, y de luchar cansado
Con la depravación, los tristes ojos,
Jovino, volverás a aquellos días
De tu apacible soledad testigos;
Los volverás llorando; el desaliento
Su amarga hiel derramará en tus venas,
Maldiciendo afligido aquel momento
Que te arrancó a tu albergue, do tranquilo
La virtud, la verdad fueron tu asilo.

¿Y el ejemplo del bien que debe al mundo
Todo gran corazón? Y la alta gloria
De aterrar la maldad? Y los consuelos
De la opresa virtud? —Cuando lejana,
De hierro el cetro iniquidad violenta
Tienda a las veces, y afligido llore
El inocente en su opresión, tú entonces,
Tú serás su deidad. Antes venía,
Y con trémulo pie la aula pisaba,
La altiva majestad le confundía;
Demandaba justicia, y su semblante,
De incertidumbre tímida vestido,
Suspiraba un favor. Jovino ahora,
Jovino es quien atiende a sus querellas,
Quien enjuga sus lágrimas, quien tierno
También acaso le acompaña en ellas.
Lágrimas puras que, en placer bañada,
Derrama la virtud, ¡qué de consuelos
No dais al corazón! ¡Qué de pesares
No le quitáis! —¿Y el inmortal testigo,
El premio hermoso de los grandes hombres,
Alta posteridad, que ya te mira
Y tu nombre señala entre sus nombres?

¡Oh porvenir! ¡Oh juez incorruptible
Del hombre que vivió! ¡Cuál se amedrenta
De ti el profano pecho que ya un día
El bien miró, de indiferencia lleno,
Ni osó el cerco salvar que le ceñía!
Cuando la noche del sepulcro ostente
La nada ante sus pies, cuando ya el sueño
De su vida falaz se torne en humo,
¿Qué verá tras de sí? Mísero olvido
O excración eterna que a los tiempos
La memoria en su voz vuelve contino.
Aquel, empero, que de ardor divino
Tocado fue, que en incesante anhelo
Siempre ansió por el bien, y que en su mente,
A cuanto obró y pensó la faz terrible
Del tiempo que vendrá tuvo presente,
Ese vive inmortal; su excelso nombre
Colina el abismo de la tumba, y viva
Su gloria colosal queda en sus hechos;
Hechos que en ecos de alabanza suenan,
Que el campo inmenso del espacio ocupan,
Y el raudo giro de los siglos llenan.

Tiempo vendrá que en la dichosa Hesperia
Espaciando la vista alborozada,
Grite la admiración: «¿No es este el suelo
Que en otro tiempo a compasión movía?
Veinte siglos de error en él fundaron
El imperio del mal: en vano había
Pródigo el cielo de favor cubierto
Su seno en bienes mil, y codiciosa
La tierra por brotar, inagotables
Sus opimos tesoros ostentaba.
Su sed en vano innumerables ríos
Mitigaban regándola, y en vano
Bañara el mar su costa al occidente,
Al oriente y al sur. ¿Qué la servía
Un clima placidísimo y sereno
Que en vida, en fuerza y en placer la henchía?
Todo fue por demás: su manto triste
Tendió la asolación: yermos los campos,
Mustios los pueblos, indolente el hombre,
Sin conocer su estrago, sin aliento
Para salvarse de él, ruina y silencio
Cual de peste mortífera abrigaban.

»¿Quién fue el Dios que bastó de tantos
males
El torrente a atajar? Quién la carrera
Mudó a estas aguas, allanó los montes,
Los pantanos cegó? Cubren de Ceres
Y de Pomona los celestes dones
El suelo antes erial, que abrojos solos
Y zarzales inútiles llevaba.
Trocóse todo: por do quier la mano
Del hombre señalada, y por doquiera
Su vivífica acción en movimiento
Despierta mi atención. ¿Do las cadenas
Están de la verdad? ¡Cuál se ha extendido,
En alas del espíritu llevada,
De mar a mar y de Pirene a Gades!
¿Quién volvió a sancionar la ley de vida
Que en su próvido amor naturaleza
Por la voz del deleite diera al mundo?
¿Qué numen creador pudo en un día
Verter aquí la plenitud y holganza,
Imprimir su vigor y su energía?»

¡Ah! Que entonces el nombre de Jovino
Grande a la gloria y al aplauso viva,
Y aquel augusto galardón reciba
Digno de su virtud y alto destino.
¡Oh hermosa emulación! Vendrán las artes
Hijas del genio imitador, y solas
Adornar ansiarán el bello triunfo
De su alumno y su dios: suyo las ciencias
Le aclamarán, con su divina mano
Allá en la playa astur mostrando alegres
La mansión que él les diera, altar primero
Que alzó a Minerva la razón hispana.
En medio el labrador, no como un día
Angustiado, infeliz, pobre y desnudo,
Sino contento y vigoroso, alzando
La agradecida voz, dirá: «Fue mío,
Y su alabanza es mía; si de flores
Primero se adornó su mente hermosa,
Para mí maduró, y en fruto opimo
Gocé yo al fin de su favor los dones.

»Si de su voz la persuasión salía
Como raudal de miel, ella a mis llagas
Dulce bálsamo fue. ¿No ahogó su mano
Una en pos de otra las odiosas sierpes
Que infestaban mi ser? Ved mi abundancia,
Ved mi contento, el delicioso halago
Con que de hijuelos el enjambre hermoso
Me alivia y me corona. ¡Ay! Hubo un tiempo
Que el ser padre era un mal: ¿quién sin zozobra
A la indigencia, al desaliento, diera
Nuevos esclavos? Pero huyó; al olvido
Lanzó Jovino tan amargos días:
Mi esperanza, mi paz, las glorias mías
Obras son de su amor, son de su anhelo;
Dadme pues sólo el bendecir su nombre,
Y en dulces himnos levantarle al cielo».

A España, Después De La Revolución De Marzo

¿Qué era, decidme, la nación que un día
reina del mundo proclamó el destino,
la que a todas las zonas extendía
su cetro de oro y su blasón divino?
Volábase a occidente,
y el vasto mar Atlántico sembrado
se hallaba de su gloria y su fortuna.
Do quiera España: en el preciado seno
de América, en el Asia, en los confines
del África, allí España. El soberano
vuelo de la atrevida fantasía
para abarcarla se cansaba en vano;
la tierra sus mineros le rendía,
sus perlas y coral el Oceano,
y dondequier que revolver sus olas
él intentase, a quebrantar su furia
siempre encontraba costas españolas.

Ora en el cieno del oprobio hundida,
abandonada a la insolencia ajena,
como esclava en mercado, ya aguardaba
la ruda argolla y la servil cadena.
¡Qué de plagas, oh, Dios! Su aliento impuro
la pestilente fiebre respirando,
infestó el aire, emponzoñó la vida;
la hambre enflaquecida
tendió sus brazos lívidos, ahogando
cuanto el contagio perdonó; tres veces
de Jano el templo abrimos,
y a la trompa de Marte aliento dimos;
tres veces ¡ay! Los dioses tutelares
su escudo nos negaron y nos vimos
rotos en tierra y rotos en los mares.
¿Qué en tanto tiempo viste
por tus inmensos términos, oh, Iberia?
¿Qué viste ya sino funesto luto,
honda tristeza, sin igual miseria,
de tu vil servidumbre acerbo fruto?

Así, rota la vela, abierto el lado,
pobre bajel a naufragar camina,
de tormenta en tormenta despeñado,
por los yermos del mar ya ni en su popa
las guirnaldas se ven que antes le ornaban,
ni en señal de esperanza y de contento
la flámula riendo al aire ondea.
Cesó en su dulce canto el pasajero,
ahogó su vocería
el ronco marinero,
terror de muerte en torno le rodea,
terror de muerte silencioso y frío;
y él va a estrellarse al áspero bajío.

Llega el momento, en fin; tiende su mano
el tirano del mundo al occidente,
y fiero exclama: «El occidente es mío».
Bárbaro gozo en su ceñuda frente
resplandeció, como en el seno oscuro
de nube tormentosa en el estío
relámpago fugaz brilla un momento,
que añade horror con su fulgor sombrío.
Sus guerreros feroces
con gritos de soberbia el viento llenan;
gimen los yunques, los martillos suenan,
arden las forjas. ¡Oh, vergüenza! ¿Acaso
pensáis que espadas son para el combate
las que mueven sus manos codiciosas?
No en tanto os estiméis: grillos, esposas,
cadenas son, que en vergonzosos lazos
por siempre amarren tan inertes brazos.

Estremeciose España
del indigno rumor que cerca oía,
y al grande impulso de su justa saña
rompió el volcán que en su interior hervía.
Sus déspotas antiguos
consternados y pálidos se esconden;
resuena el eco de venganza en torno,
y del Tajo las márgenes responden:
«¡Venganza!» ¿Dónde están,
sagrado río,
los colosos de oprobio y de vergüenza
que nuestro bien en su insolencia ahogaban?
Su gloria fue, nuestro esplendor comienza;
y tú, orgulloso y fiero,
viendo que aún hay Castilla y castellanos,
precipitas al mar tus rubias ondas,
diciendo: «Ya acabaron los tiranos».

¡Oh, triunfo! ¡Oh, gloria! ¡Oh,
celestial momento!
¿Conque puede ya dar el labio mío
el nombre augusto de la Patria al viento?
Yo le daré; mas no en el arpa de oro
que mi cantar sonoro
acompañó hasta aquí; no aprisionado
en estrecho recinto, en que se apoca
el numen en el pecho
y el aliento fatídico en la boca.
Desenterrad la lira de Tirteo,
y el aire abierto, a la radiante lumbre
del sol, en la alta cumbre
del riscoso y pinífero Fuenfría,
allí volaré yo, y allí cantando
con voz que atruene en rededor la sierra,
lanzaré por los campos castellanos
los ecos de la gloria y de la guerra.

¡Guerra, nombre tremendo, ahora sublime,
único asilo y sacrosanto escudo
al ímpetu sañudo
del fiero Atila que a occidente oprime!
¡Guerra, guerra, españoles! En el Betis
ved del Tercer Fernando alzarse airada
la augusta sombra; su divina frente
mostrar Gonzalo en la imperial Granada;
blandir el Cid su centellante espada,
y allá sobre los altos Pirineos,
del hijo de Jimena
animarse los miembros giganteos.
En torbo ceño y desdeñosa pena
ved cómo cruzan por los aires vanos;
y el valor exhalando que se encierra
dentro del hueco de sus tumbas frías,
en fiera y ronca voz pronuncian «¡Guerra!

»¡Pues qué! ¿Con faz serena
vierais los campos devastar opimos,
eterno objeto de ambición ajena,
herencia inmensa que afanando os dimos?
Despertad, raza de héroes: el momento
llegó ya de arrojarse a la victoria;
que vuestro nombre eclipse nuestro nombre,
que vuestra gloria humille nuestra gloria.
No ha sido en el gran día
el altar de la Patria alzado en vano
por vuestra mano fuerte.
Juradlo, ella os lo manda: ¡Antes la muerte
que consentir jamás ningún tirano!»


Sí, yo lo juro, venerables sombras;
yo lo juro también, y en este instante
ya me siento mayor. Dadme una lanza,
ceñidme el casco fiero y refulgente;
volemos al combate, a la venganza;
y el que niegue su pecho a la esperanza
hunda en el polvo la cobarde frente.
Tal vez el gran torrente
de la devastación en su carrera
me llevará. ¿Qué importa? ¿Por ventura
no se muere una vez? ¿No iré, expirando,
a encontrar nuestros ínclitos mayores?
«¡Salud, oh padres de la patria mía»,
yo les diré, «salud! La heroica España
de entre el estrago universal y horrores
levanta la cabeza ensangrentada,
y, vencedora de su mal destino,
vuelve a dar a la tierra amedrentada
su cetro de oro y su blasón divino».

Silva A Luisa Todi

¿Qué se negó de la falaz Armida
al mágico poder? Su voz sonaba,
y el báratro profundo
de sus lóbregos senos alanzaba
el tremendo escuadrón que la servia.
viérase al punto de infernal veneno
toda inundarse en derredor la esfera,
arder el rayo y retumbar el trueno.
la rápida carrera
suspenderse del sol, bramar los vientos,
en sus hondos cimientos
estremecerse el mar y mal segura
la tierra contrastada,
de sus ejes eternos desquiciada.

Mas cuando al fin enamorada y ciega
el corazón indómito rendía,
y de perder su amante recelosa,
en los fines del orbe le escondía,
ya no era entonces la espantosa maga;
era ya una deidad. El polo yerto
ostentose cubierto
con el manto de Flora;
por los fecundos prados
las fuentes murmuraban
y de esencias bañados
los céfiros jugaban con las flores
volaban los Amores
las gracias y el deleite en pos de Armida
y ella entre tanto de Rinaldo asida
el coro de las aves escuchaba
que al placer y al amor la convidaba.

Tal fue entonces Armida; y tal ahora
Tú ¡oh! Poderosa Todi la presentas
ya en ternura y delicias anegada
temerosa después, y al fin furiosa
viendo su gloria y su beldad hollada.
Invención celestial. No, no es Armida
la que así nos enciende
y el agitado espíritu suspende
el mentido poder que por su encanto
tuvo en los elementos confundidos,
hoy en nuestros oídos*
lo alcanza el arte y lo renueva el canto.


¡Soberana armonía!
¿En qué sus dulces y halagüeñas flores
Más bien que en tus loores
Esparcir deberá la poesía?
Pero ¿cómo en su vuelo
La poderosa voz seguir podría
Que pasma al mundo y maravilla al cielo?
Ella parte suave;
Y ora orgullosa y grave
Del espacio los ámbitos domina,
Ora en quiebros dulcísimos se pierde,
Y delicada trina;
Ora sube al Olimpo, ora desciende,
Y ora como un raudal rico y sonoro
Vierte súbitamente en los oídos
De su riqueza armónica el tesoro.

Sola la admiración enmudecida
Seguirla puede en su veloz carrera;
¿Y do ha vivido el corazón de fiera
Que se negase esquivo
De su expresión celeste al atractivo?

¡Oh! No es posible el evitar su imperio
la fogosa energía
de su gesto y acción se le prometen,
y su mágico acento y melodía.
Aquí vence, aquí triunfa, aquí arrebata
vedla de gloria y majestad vestida
cuando del solio el esplendor retrata
vedla después, desesperada y llena
de cólera y soberbia amenazando
nube parece que espantosa truena,
o terrible Aquilón cuando soplando
con hórrido silbido,
sacude el universo combatido.

¿Mas cuál benigna suavidad se siente?
Él es, el blando Amor, el hijo ardiente
de la hermosa y divina Citerea.
Más dulce y grato que la miel hiblea,
más puro que los céfiros, su acento
sale inflamando el viento,
y por do quiera su ternura inspira.
ya tras el bien perdido
vaga anhelante y con dolor suspira;
en el dulce trinar pinta el gemido,
en los blandos gorjeos
aparecen los tímidos deseos,
la amorosa inquietud, las ansias tiernas,
la risa alegre y apacible juego
que ceban tanto el delicioso fuego.
Ya con tono más grave
la sublime constancia se ve ornada,
o en celeste deliquio modulada
del caro bien la posesión suave.


Entonces gime el insensible, entonces
Hasta los duros mármoles se agitan;
Amor aprende a amar, a amar incitan
El eco, el viento, y de tu voz herido,
Por su divino impulso es arrastrado
Mi corazón vencido.
Salta en el pecho, y sin cesar palpita,
Todo anegado en el amante anhelo
Que inspira el canto; su vehemente llama
Veloz discurre por mi sangre y venas,
Y en todas ellas su calor derrama;
Derrama su calor, que vuelto en llanto,
Sin ser posible a contenerle el seno,
Salta a la vista en delicioso encanto.

¿Quién de tu genio mesurar podría
la extensión y el ardor? Dinos, ¿en dónde
tuvo su oriente? En dónde
se adestró a desplegar tal osadía,
y de tanta riqueza Salió lleno?
¿Fue acaso allá donde el feliz Ismeno
corrió bañando la sonora Tebas?
¿O más bien sobre el Ísmaro sombrío,
do por la vez primera
los ecos de la música sonaron,
y tras sí arrebataron
los hombres y las fieras,
las rocas y los árboles? ¿Do Orfeo
su lira de oro celestial pulsaba
los vientos a su voz se condolían,
y a Eurídice llamaba,
y Eurídice los montes respondían?

Igual, empero, o superior, tú impeles
al seno del olvido
los pesares amargos y crueles.
Yo lo vi, lo sentí. Del hondo averno
por mi mal abortado
un esquivo cuidado devoraba
mi triste corazón, cuando presente
vi la sidonia reina, que el amaba
contra el troyano pérfido inclemente.
¡Bárbara atrocidad! Huye el ingrato
sin que bastantes sean
de la mísera amante las querellas
su fuga a suspender: huye, no cura
los preciosos tesoros
que fiel le prodigaba la hermosura;
tesoros ¡ay! De amor y de ternura,
y se entrega a la mar. ¡Qué de lamentos!
¡qué horrorosos acentos!
¡qué desesperación! En vano llora
la triste, y corre enfurecida, y gime;
en vano al cielo en su dolor implora,
y a los hombres también; hombres y dioses
al dolor y al horror la abandonaron
¿Morirá la infelice
sin hallar compasión? Grande, sublime,
terrible situación, que sorprehendido**
mi espíritu admiraba,
y olvidó su aflicción llorando a Dido.

¡Y que tan dulces horas
hayan de fenecer! Mantua te pierde,
Mantua, que tanto te admiró; desierto
se verá el gran teatro donde un día
al eco de tu canto y los aplausos
el soberbio artesón se estremecía.
Mustio el espectador, irá a buscarte
y no te encontrará; y en tal vacío,
¿Do está, dirá, la enamorada Elfrida,
la encantadora Elfrida? ¿Adónde fueron
la dulce Hipermenestra,
la arrogante Cleopatra y Cleofida?
Sombras sublimes, cuya hermosa idea
inventar y animar el genio pudo,
¿será que nunca ya mi mente os vea?

Anda, vive feliz, corre el sendero
que a tu brillante gloria abrió el destino;
mas ¿qué le falta a su esplendor divino?
El universo entero
su honor, su encanto, su deidad te aclama.
Llevada en raudo vuelo
por la sonante trompa de la fama,
pasmarás las edades, y asombrado
te nombrará el artista y confundido.
Por más osado que su genio sea,
tú el término serás de su esperanza,
dique a su presunción: él desde lejos
adorará tus soberanas huellas,
y lucirá tal vez con tus reflejos;
así en el alto Olimpo las estrellas
brillan, mas solamente en noche umbría,
cediendo el resplandor y la victoria
al gran planeta que preside al día.

La Danza

¿Oyes, Cintia, los plácidos acentos

del sonoro violín? Pues él convida

tu planta gentilísima y ligera;

ya la vista te llama,

ya en la dulzura del placer que espera

el corazón de cuantos ves se inflama.

¿Quién, ¡ay!, cuando ostentando

el rosado semblante

que en pureza y candor vence a la aurora,

y el cuello desviando

blandamente hacia atrás, das gentileza

a la hermosa cabeza

reposada sobre él; quién no suspira,

quién al ardor se niega

que bello entonces tu ademán respira?



¡Con qué pudor despliega

de su cuerpo fugaz los ricos dones,

la alegre pompa de sus formas bellas!

Vaga la vista embelesada en ellas;

ya del contorno admira

la blanca morbidez, ya se distrae

al delicado talle do abrazadas

las gracias se rieron,

y su divino ceñidor vistieron.

Ya, en fin, se vuelve a los hermosos brazos

que en amable abandono,

como el arco de amor, dulces se tienden;

¡ay!, que ellos son irresistibles lazos

donde el reposo y libertad se prende.

¡Oh imagen sin igual! Nunca la rosa,

la rosa que primera

se pinta en primavera,

de Favonio al ardor fue tan hermosa;

ni así eleva su frente la azucena,

cuando, de esencias llena,

con gentileza y brío

se mece a los ambientes del estío.



Suena, empero, la música, y sonando,

ella salta, ella vuela: a cada acento

responde un movimiento, una mudanza

vuelve siempre a un compás; su ligereza

de belleza en belleza

vaga voluble, el suelo no la siente.

Bella Cintia, detente;

mi vista, que te sigue,

¿no te podrá alcanzar? ¿Nunca podría

señalar de tus pasos

la undulación hermosa,

la sutil graduación? Cuando suspiro

al fenecer de un bello movimiento,

otro más bello desplegarse miro.

así del iris, serenando el cielo

con su gayado velo,

en su plácida unión son los colores;

así de amable juventud las llores,

do, si un placer espira,

comienza otro placer. Ved los amores

sus mudanzas siguiendo

y las alas batiendo,

dulcemente reír: ved cuán festivo

el céfiro, en su túnica jugando,

con los ligeros pliegues

graciosamente ondea,

y él desnudo mostrando,

suena y canta su gloria y se recrea;

y ella en tanto, cruzando

con presto movimiento,

se arrebata veloz: ora risueña,

en laberintos mil de eterno agrado

enreda y juega la elegante planta;

altiva ora levanta

su cuerpo gentilísimo del suelo,

batiendo el aire en delicado vuelo.

Huye ora, y ora vuelve, ora reposa,

en cada instante de actitud cambiando,

y en cada instante, ¡oh Dios!, es más hermosa



Atónita mi mente es conmovida

con mil dulces afectos, y es bastante

un silencio elocuente a darles vida.

Mas ¿qué valen las voces,

a par del fuego y la pasión que inspiran,

en expresión callada,

los negros ojos que abrasando miran?

¿A par de la cadena

que, o bien me da de la amorosa pena

el tímido afanar, o en ella veo

la presta fuga del desdén que teme,

o el duelo ardiente del audaz deseo?

¡Salud, danza gentil! Tú, que naciste

de la amable alegría

y pintaste el placer; tú, que supiste

conmover dulcemente el alma mía,

de cuadro en cuadro la atención llevando,

y dando el movimiento en armonía.



Así tal vez de la vivaz pintura

vi de la antigua fábula animados

los fastos respirar. Aquí Diana,

de sus ninfas seguida,

al ciervo en raudo curso fatigaba,

y el dardo volador tras él lanzaba;

allí Citeres presidiendo el coro

de las gracias rientes,

y a amor con ellas en festivo anhelo,

y en su risa inmortal gozoso el cielo:

el trono más allá cercar las horas

del sol miraba en su veloz carrera,

y asidas deslizándose en la esfera,

vertiendo lumbre, iluminar los días.



¡Oh, Cintia! Tú serías

una de ellas también; tú, la más bella;

tú en la que brilla la rosada aurora;

tú la agradable hora

que vuelve en su carrera

la vida y el verdor de primavera;

tú la primera los celestes dones

dieras al hombre de la edad florida;

volando tú, rendida

la belleza inocente,

palpitara de amor; y tú serías

la que, bañada en celestial contento,

del deleite el momento anunciarías.


¡Oh, hija de la beldad, Cintia divina!

La magia que te sigue

me lleva el corazón; cesas en vano,

Y en vano despareces, si aun en sueños

mi mente embelesada

tu imagen bella retratar consigue.

La magia que te sigue

me lleva el corazón: ya por las flores

mire veloz vagando

la mariposa, o que la fuente ría,

de piedra en piedra dando,

o que bullan las auras en las hojas;

doquier que gracia y gentileza veo,

«Allí está Cintia», en mi delirio digo,

y ver a Cintia en mi delirio creo.


Así vive, así crece

por ti mi admiración, y arrebatada

no te puede olvidar. Ahora mi vida

florece en juventud. ¿Cómo pudieran

no suspenderla en inefable agrado

tanta y tanta belleza que ya un día

soñaba yo en idea,

y en ti vivas se ven? Vendrán las horas

de hielo y luto, y la vejez amarga

vendrá encorvada a marchitar mis días;

entonces ¡ay! entre las penas mías,

tal vez en ti pensando,

diré: «Vi a Cintia»; y en aquel momento

las gracias, la elegancia,

las risas, la inocencia y los amores

a halagarme vendrán; vendrá tu hermosa

imagen placentera,

y un momento siquiera

mi triste ancianidad será dichosa.

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