El Rezagado

EL REZAGADO


La tempestad invade la noche. El viento imita los
resoplidos de un cetáceo y bate las puertas y ventanas. El agua
barre los canales del tejado.

He dejado mi lecho, y me he asomado, por mirar la
calle, a la ventana de la sala en ruinas. Los meteoros alumbran un
panorama blanco.

Estoy a solas en la oscuridad restablecida, velando
el sueño de la tierra.

Mis compañeros, avezados al trajín de
estepas y desiertos, me abandonaron pérfidamente en esta aldea,
etapa de jornada arriesgada. Rehusaron admitirme al aprovechamiento de
sus riquezas, guardando para sí solos el secreto de sus metales
y piedras. Mentaban un lago verde y salobre, escondido en una selva de
pinos, amenazada por la brumazón.

La aldea es el campamento de una banda feroz.
Hombres de tez amarillenta circulan inquietos, la espada en el
puño, calado el sombrero cónico.

Aliento la esperanza de volver a mi suelo
meridional, ceca del mar bruñido por el sol.

He tratado mi fuga con un hombre menesteroso, de la
aviltada raza aborigen.

Ofrece conducirme por caminos desusados, a espaldas
de salteadores homicidas.

Él y yo escaparemos definitivamente de este
lugar, donde las víctimas escarpiadas invitan las aves de
rapiña, criadas entre las nubes torvas.


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