Ofir

OFIR


La borrasca nos había separado del rumbo,
arrojándonos fuera del litoral. Empezábamos a penetrar en
la noche insondable del océano.

Oíamos el gemido de unas aves perdidas en la
inmensidad y yo recordé el episodio de una fábula de los
gentiles, en donde el héroe escucha graznidos al cruzar una
laguna infernal. Los marineros, mudos de espanto, sujetaron a golpe de
remo el ímpetu de la corriente y salieron a una ribera de palmas.

Yo vi animarse, en aquella zona del cielo, las
figuras de las constelaciones y miré el desperezamiento del
escorpión, autor de la caída de Faetonte.

Nosotros desembarcamos en la boca de un río y
nos internamos siguiendo sus orillas de hierba húmeda. Los
naturales nos significaron la hospitalidad, brindándonos agua en
unas calabazas ligeras.

Subimos a reposar en una meseta y advertimos el
dibujo de una ciudad en medio de la atmósfera transparente. La
comparamos a la imagen pintada por la luz en el seno de un espejo.

El rey, acomodado en un palanquín, se
aventuraba a recorrer la campiña, seguido de una escolta montada
sobre avestruces. Gozaba nombre de sabio y se divertía
proponiendo acertijos a los visitantes de su reino.

Unos pájaros, de plumaje dispuesto en forma
de lira, bajaban a la tierra con vuelo majestuoso. Despedían del
pecho un profundo sonido de arpa.

Yo discurrí delante del soberano sobre los
enigmas de la naturaleza y censuré y acusé de impostores
a los mareantes empecinados en sostener la existencia de los
antípodas.

El rey agradeció mi disertación y me
llevó consigo, en su compañía habitual. Me
regaló esa misma noche con una música de batintines y de
tímpanos, en donde estallaba, de vez en cuando, el son
culminante del sistro.

Salí el día siguiente sobre un
elefante, dádiva del rey, a contemplar el ocaso, el prodigio
mayor del país, razón de mi viaje.

El sol se hundía a breve distancia,
alumbrando los palacios mitológicos del mar.


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