La Inspiración
LA INSPIRACIÓN
Yo me esforzaba en subir el curso de un río.
No soltaba de la mano los remos de un bajel fugaz, fabricado de una
corteza. Yo la había desprendido de un árbol
independiente, familiar de las alondras y pregonero de sus flores
virginales en una selva augusta, reflejada en el espejo del éter.
Yo dibujé en la frente del bajel la imagen
fácil del amor y redimí sus ojos del cautiverio de la
venda. Había usado en penetrar la corteza fragante un estilo de
hierro.
Vine a dar en una llanura libre, donde se encrespaba
y corría, vencedora de un asalto de leones, la hueste de unos
caballos ardientes.
Se adelantaba hasta la presencia del océano y
se volvía al sentir el sonido frenético de unas
trompetas. La belleza del porte y de la carrera me presentaba a cada
instante un motivo nuevo y singular de admiración. Yo pensaba en
unos retóricos de la gentilidad, divididos y hostiles al
calificar méritos en los caballos de un friso, agilitados por el
cincel de Fidias.
El sonido frenético de las trompetas
repercutía en el cielo diáfano y anunciaba la soberana
del país quimérico. Vino a la cabeza de una escolta de
monteros y de prohombres ancianos, pares de una orden cortés en
los días de una briosa juventud. Había dejado un mundo
inefable, a semejanza de Beatriz y con el mismo atavío de sus
llamas, y esgrimía el acero de Clorinda. Me invitó al
estribo de su carro e impuso en mi frente una señal de su
autoridad, por donde me visitaron pensamientos y sentimientos de una
grandeza ilimitada.
Yo me esforzaba en subir el curso de un río.
No soltaba de la mano los remos de un bajel fugaz, fabricado de una
corteza. Yo la había desprendido de un árbol
independiente, familiar de las alondras y pregonero de sus flores
virginales en una selva augusta, reflejada en el espejo del éter.
Yo dibujé en la frente del bajel la imagen
fácil del amor y redimí sus ojos del cautiverio de la
venda. Había usado en penetrar la corteza fragante un estilo de
hierro.
Vine a dar en una llanura libre, donde se encrespaba
y corría, vencedora de un asalto de leones, la hueste de unos
caballos ardientes.
Se adelantaba hasta la presencia del océano y
se volvía al sentir el sonido frenético de unas
trompetas. La belleza del porte y de la carrera me presentaba a cada
instante un motivo nuevo y singular de admiración. Yo pensaba en
unos retóricos de la gentilidad, divididos y hostiles al
calificar méritos en los caballos de un friso, agilitados por el
cincel de Fidias.
El sonido frenético de las trompetas
repercutía en el cielo diáfano y anunciaba la soberana
del país quimérico. Vino a la cabeza de una escolta de
monteros y de prohombres ancianos, pares de una orden cortés en
los días de una briosa juventud. Había dejado un mundo
inefable, a semejanza de Beatriz y con el mismo atavío de sus
llamas, y esgrimía el acero de Clorinda. Me invitó al
estribo de su carro e impuso en mi frente una señal de su
autoridad, por donde me visitaron pensamientos y sentimientos de una
grandeza ilimitada.
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