Héroe de sí mismo
Hay quienes creen que la fuerza es no sentir. Que ser un héroe es no llorar nunca, no temblar, no caer. Pero los verdaderos héroes —los de carne y hueso, los que viven aquí, fuera de las pantallas— saben que el coraje habita precisamente en la vulnerabilidad.
Llorar no es debilidad. Es proceso. Es cura. Es cuando el alma se desliza por los ojos para aliviar lo que el pecho ya no puede sostener. Y quien ya ha llorado en silencio, quien ya se ha reconstruido con lágrimas, lo sabe: eso nutre. Nutre como el agua en el desierto, como el sol después de un largo invierno.
El camino del héroe, a veces, pasa por un desierto interior. Soledad, dolor, traumas que nadie ve. Pero también pasa por encuentros transformadores. Por la belleza que existe en el otro —y que revela lo más hermoso que hay en nosotros.
Hay algo profundamente reparador en reconocer en lo femenino —en cualquier forma de acogida, suavidad, sensibilidad— un puerto seguro. Un espacio donde no es necesario fingir dureza. Donde ser liviano está permitido. Donde el alma azul del otro se refleja en nuestra piel y nos recuerda que nunca estamos realmente solos.
Y cuando encontramos ese lugar, esa persona, esa sensación… se vuelve tatuaje. Queda marcada en el tiempo, en la memoria, en el cuerpo. Como un símbolo de que sobrevivimos. De que nos salvamos. De que no necesitamos ser invencibles —solo reales.
Tú puedes ser tu propio héroe, sí. No ese perfecto, inalcanzable. Sino el que lo siente todo, cae, se levanta, ama y se reconstruye. El que encuentra belleza incluso en el dolor que ya pasó. Y que, en medio de la tormenta, aún logra ver el cielo despejado —ligero, azul, silenciosamente entero.
Eso es lo que nos salva: reconocer que la fuerza no está en no sufrir. Está en seguir amando incluso después de haber sufrido. Y seguir adelante —más entero, más liviano, más verdadero.
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