Duque de Rivas

Duque de Rivas

1791-03-10 Córdoba
1865-06-22 Madrid
17958
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Algunos Poemas

Álvaro De Luna Romance Cuarto La Plaza

Mediada está la mañana;
Ya el fatal momento llega,
Y Don Álvaro de Luna
Sin turbarse oye la seña.

Recibe la Eucaristía,
Y en Dios la esperanza puesta,
Sereno baja a la calle,
Donde la escolta le espera.

Cabalga sobre su mula,
Que adorna gualdrapa negra,
Y tan airoso cabalga,
Cual para batalla o fiesta.

Un sayo de paño negro,
Sin insignia ni venera,
Es su traje, y con el garbo
Que un manto triunfal, lo lleva;

Y sin toca ni birrete,
Ni otro adorno, descubierta,
Bien aliñado el cabello,
La levantada cabeza.

Las dos padres franciscanos
Se asen de las estriberas,
Y hombres de armas, en buen orden,
Le custodian y le cercan.

Así camina el Maestre,
Con tan gallarda presencia
Y con tan sereno rostro,
Que impone a cuantos le encuentran.

Sus enemigos no osan
Clavar la vista soberbia
En él, como consternados
Ya de su venganza horrenda:

Sus partidarios parecen
Decirle con mudas lenguas,
Que aun morirán por salvarle
Y encenderán civil guerra.

Y aquel silencio terrible
Por todas las calles reina,
Que o gran terror o despecho
Grande siempre manifiesta.

Silencio que solamente
De cuando en cuando se quiebra
Con la voz del pregonero,
Que a los más valientes hiela.

Diciendo : «Esta es la justicia
Que facer el Rey ordena
A este usurpador tirano
De su corona y sin hacienda».

Siempre que oye el Condestable
Este vil pregón, aprieta
La mano del padre Espina,
Que en voz sumisa le esfuerza.

Arriba, a la triste plaza,
Que ha pocos días le viera
Tan galán en el torneo,
Con tal poder y opulencia.

El apretado concurso
El cuadrado espacio llena;
Vese una masa compacta
De rostros y de cabezas;

Parece que el pavimento
Se ha elevado de la tierra,
que casas y palacios,
Su basa han hundido en ella.

Un callejón, que tapiales
De hombres apiñados cierran,
Sirviéndole de linderos
Lanzas en vez de arboleda,

Ofrece paso hasta donde
Lecho de muerte descuella,
En mitad del gran gentío,
Que como la mar olea.

El reducido tablado,
Enlutado con bayetas,
Una. gran tumba, parece
Que el pueblo en hombros sustenta.

Sobre él está colocado
Un altar, a la derecha,
De terciopelo vestido;
Y entre amarillas candelas,

Cuya, luz el sol deslustra
Y arder el viento no deja,
Un crucifijo de plata
En cruz de ébano campea.

Yace un ataúd humilde
Colocado a la izquierda:
Cerca de él se ve una escarpia
En un pilar de madera;

Y en medio, de firme, un tajo,
Delante una almohada negra,
Y una hacha, en cuya cuchilla
Los rayos del sol reflejan.

Una Antigualla De Sevilla Romance Primero El Candil

UNA ANTIGUALLA DE SEVILLA

ROMANCE PRIMERO

EL CANDIL


Al Excmo. Sr. D. Mauel Cepero.



Más ha de quinientos años,

en una torcida calle,

Que de Sevilla en el centro,

Da paso a otras principales,


Cerca de la media noche,

Cuando la ciudad más grande

Es de un grande cementerio

En silencio y paz imagen,


De dos desnudas espadas

Que trababan un combate,

Turbó el repentino encuentro

Las tinieblas impalpables.


El crujir de los aceros

Sonó por breves instantes,

Lanzando azules centellas,

Meteoro de desastres.


Y al gemido: ¡Dios me valga!

¡Muerto soy! Y al golpe grave

De un cuerpo que a tierra, vino,

El silencio y paz renacen.
* * *


Al punto una ventanilla

De un pobre casuco abren,

Y de tendones y huesos,

Sin jugo, como sin carne,


Una mano y brazo asoman,

Que sostienen por el aire

Un candil, cuyas destellos

Dan luz súbita a la calle.


En pos un rostro aparece

De gomia o bruja espantable,

A que otra marchita mano

O cubre o da sombra en parte.


Ser dijérase la muerte

Que salía a apoderarse

De aquella víctima humana

Que acababan de inmolarle,


O de la, eterna justicia,

De cuyas miradas nadie

Consigue ocultar un crimen,

El testigo formidable,


Pues a la llama mezquina,

Con el ambiente ondeante,

Que dando luz roja al muro

Dibujaba desiguales


Los tejados y azoteas

Sobre el obscuro celaje,

Dando fantásticas formas

A esquinas y bocacalles,


Se vió en medio del arroyo,

Cubierto de lodo y sangre,

El negro bulto tendido

De un traspasado cadáver.


Y de pie a su frente un hombre,

Vestido negro ropaje,

Con una espada en la mano,

Roja hasta los gavilanes.


El cual en el mismo punto,

Sorprendido de encontrarse

Bañada de luz, esconde

La faz en su embozo, y parte,


Aunque no como el culpado

Que se fuga por salvarse,

Sino como el que inocente

Mueve tranquilo el pie y grave.
* * *


Al andar, sus choquezuelas

Formaban ruido notable,

Como el que forman los dados

Al confundirse y mezclarse.


Rumor de poca importancia

En la escena lamentable,

Mas de tan mágico efecto,

Y de un influjo tan grande


En la vieja, que asomaba

El rostro y luz a la calle,

Que, cual si oyera el silbido

De venenosa ceraste,


O crujir las negras alas

Del precipitado Arcángel,

Grita en espantoso aullido,

¡Virgen de los reyes, valme!


Suelta el candil, que en las piedras

Se apaga y aceite esparce,

Y cerrando la ventana

De un golpe, que la deshace,


Bajo su mísero lecho

Corre a tientas a ocultarse,

Tan acongojada y yerta,

Que apenas sus pulsos laten,


Por sorda y ciega haber sido

Aquellos breves instantes,

La mitad diera gustosa

De sus días miserables,


Y hubiera dado los días

De amor y dulces afanes

De su juventud, y dado

Las caricias de sus padres,


Los encantos de la cuna,

Y... en fin, hasta lo que nadie

Enajena, la esperanza,

Bien solo de los mortales:


Pues lo que ha visto la abruma,

Y la aterra lo que sabe,

Que hay vistas que son peligros

Y aciertos que muerte valen.

Una Antigualla De Sevilla Romance Segundo El Juez

Las cuatro esferas doradas,
Que ensartadas en un perno,
Obra colosal de moros
Con resaltos y letreros,

De la torre de Sevilla
Eran remate soberbio,
Do el gallardo Giraldillo
Hoy marea el mudable viento

(Esferas que pocos años
Después derrumbó en el suelo
Un terremoto) brillaban
Del sol matutino al fuego,

Cuando en una sala estrecha
Del antiguo Alcázar regio,
Que entonces reedificaban
Tal cual hoy mismo lo vemos,

En un sillón de respaldo
Sentado está el Rey Don Pedro,
Joven de gallardo talle,
Mas de semblante severo.

A reverente distancia,
Una rodilla en el suelo,
Vestido de negra toga,
Blanca barba, albo cabello,

Y con la vara de Alcalde
Rendida. al poder supremo,
Martín Fernández Cerón
Era emblema del respeto.

Y estas palabras de entrambos
Recogió el dorado techo,
Y la tradición guardólas
Para que hoy suenen de nuevo:

R. —«¿Con que en medio de Sevilla
Amaneció un hombre muerto,
Y no venís a decirme
Que está ya el matador preso?»

A. —«Señor, desde antes del alba,
En que el cadáver sangriento
Recogí, varias pesquisas
Inútilmente se han hecho».

R. —«Más pronta justicia,
Alcalde, Ha de haber donde yo reino,
Y a sus vigilantes ojos
Nada ha de estar encubierto».

A. —«Tal vez, señor, los judíos,
Tal vez los moros, sospecho...»
R. —«¿Y os vais tras de las sospechas
Cuando hay un testigo, y bueno?

»¿No me habéis, Alcalde, dicho,
Que un candil se halló en el suelo
Cerca del cadáver?... Basta,
Que el candil os diga el reo».

A. —«Un candil no tiene lengua».
R. —«Pero tiénela su dueño.
Y a moverla se le obliga
Con las cuerdas del tormento.

»Y ¡vive Dios! que esta noche
Ha de estar en aquel puesto
O vuestra cabeza, Alcalde,
O la cabeza del reo».

El Conde De Villamediana Romance Cuarto Final

En aquella galería,
Adornada de arabescos
Y follajes primorosos,
Con oro y esmaltes hechos,

Y cuya baranda rica
Daba hacia el jardín pequeño,
En que el caballo de bronce
Estuvo por largo tiempo,

Sin más luz que la, que esparce
La luna en mitad del cielo,
Esperando a alguien la Reina
Está turbada, y con miedo.

Del concurso de la danza
Y de la orquesta el estruendo ¡
Que los salones ocupa,
Oye resonar de lejos;

Y aunque sabe que notada
Ha de ser su ausencia presto,
Por dar al Conde un aviso
Atropella todo riesgo.

Siglos los instantes juzga
Con mortal desasosiego,
Y en el barandal dorado
Palpitante apoya el pecho.

Mira, al ecuestre coloso,
Inmóvil, obscuro, enhiesto,
Entre laureles y murtas,
Y tiembla ¡ infelice! al verlo.

Alza a la pálida luna
Los ojos de llanto llenos,
Y se extravía su mente,
Por precipicios horrendos.

Sin rumor y de puntillas,
Como fantasma o espectro,
En el corredor entróse
La parte obscura siguiendo,

Un hombre embozado: llega
Por detrás en gran silencio
A la Reina, que, de espaldas
Estando, no pudo verlo,

Y le tapa el noble rostro
Con dos manos como hielo;
pero delicadas manos
Que agita un temblor ligero.

Quién pudiera aproximarse
A dama de tal respeto,
Sino el amante dichoso
Con tan inocente juego?

Así lo pensó ella misma,
Pues aunque al primer momento
De sorpresa, lanzó un grito,
Pronto sobre sí volviendo:

«Déjame Conde —prorrumpe
Con dulces lánguidos ecos—;
No es esta ocasión de burlas,
Pues es de infortunios tiempo.

Déjame y escucha, Conde».
Libre la dejan en esto
Las manos que la cegaban,
Y se encuentra sola ¡cielos!

Con su marido, que arroja
Por los ojos rabia y fuego.
Queda la infeliz difunta;
Mas tienen el privilegio

Las hembras del disimulo,
Y en los críticos encuentros
Mucha mayor agudeza
Que el hombre de más ingenio.

Al oír que el Rey pregunta
Con voz como voz de infierno,
«Yo Conde?... ¿Yo?» En sí tornando
La Reina, responde presto:

«Sí, señor, de Barcelona...
Y se complace mi pecho
Con tal título, afirmado
Con vuestro poder y esfuerzo,

Después que habéis reprimido
La rebelión de aquel pueblo».
Quedó pasmado el Monarca.
«Discreta sois por extremo

Repuso, y tras pausa leve—,
Mas qué infortunio tenemos?
«Ya alentada la señora,
Pues siempre el paso primero

Es el trabajoso, dijo:
«No faltan, señor, por cierto;
Dígalo Flandes perdida,
Y de Nápoles los reinos,

«Donde un ambicioso intenta
Arrebatarnos el cetro;
Milán, donde la peste
Está tanto estrago haciendo,

«Y Portugal vacilante,
Do traidores encubiertos...»
Aquí atajóla Filipo
Con voz de lejano trueno.

«Basta, pues, basta, señora;
Sois francesa, bien lo veo;
Tenéis interés muy grande
En mi honor y en el del reino.

«Veréis que uno y otro al punto
Para aquietaros sostengo,
Y que lavaré con sangre
La mancha que advierta en ellos».

Calló, y una atroz mirada
Con el rostro descompuesto,
Que pareció más terrible
De la luna a los reflejos,

Clavó en la Reina; mirada
Que destrozó aguda el seno
De la infeliz, pues, temblando,
Cayó sin sentido al suelo.
Poeta y dramaturgo español romántico, más conocido por el duque de Rivas. Pertenecía a una familia aristócrata cordobesa. Realizó sus estudios en el Seminario de Nobles de Madrid y después ingresó en el Ejército. A pesar de su juventud se distinguió en la guerra de Independencia contra los franceses en 1808. Su amistad con Manuel José Quintana le orientó hacia las artes y la participación política liberal. Fue condenado a muerte por Fernando VII pero pudo huir. Marchó a Londres donde conoció la obra de Shakespeare, Walter Scott y lord Byron; después estuvo en Francia, Italia y Malta. En 1834 regresó a España, tras la muerte del rey y participó de lleno en la vida política; fue embajador en Francia, presidente del Consejo de Estado (1863) y director de la Real Academia Española, desde 1862 hasta su muerte. El duque de Rivas se inició en literatura con un libro de poemas, Poesías (1814), de corte neoclásico, tal vez por la influencia del poeta español Manuel José Quintana. Pero, desde su estancia en Inglaterra se volvió un romántico vigoroso, primero apasionado y original, y en sus últimos años más convencional en el uso de la aparatosa parafernalia romántica. En su larga oda Al faro de Malta (1828) establece la simbología de la luz del faro (liberalismo, romanticismo) que debe servir de guía y no perderse en el oscurantismo y métodos anticuados. El moro expósito (1834) sigue los caminos de Byron y su interés reside precisamente en haber sido introductor del estilo en España. Pero Ángel Saavedra es, ante todo, un dramaturgo; su drama Don Álvaro o la fuerza del sino (1835) sigue siendo la obra romántica por excelencia del teatro español. Está escrita en prosa y verso y en ella se mezcla lo clásico y lo cómico al estilo del teatro de Lope de Vega, pero en ambientes exóticos y con un argumento exagerado de muertes, pasiones y tragedias muy del gusto de la época y que dado el éxito de la obra, tal vez, hizo que el autor siguiera escribiendo en la misma línea. En cualquier caso la obra tuvo repercusión internacional y años más tarde el compositor italiano Giuseppe Verdi la usó como argumento para la ópera La forza del destino.  
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